“Pasar nuestras vidas en los campos es difícil; el área es pequeña y no hay espacio para que jueguen los niños”, explica Abu Siddik. Siddik vive en uno de los campos de refugiados situados en el distrito de Cox’s Bazar, en el sureste de Bangladesh, donde alrededor de 860.000 rohingyas se encuentran apiñados en tan solo 26 kilómetros cuadrados de tierra.
“Dejé Myanmar porque mi casa fue incendiada. Mataban y torturaban a todo el mundo y acosaban a nuestras mujeres. No era seguro».
Siddik se refiere a las «operaciones de limpieza» lanzadas por las fuerzas de seguridad de Myanmar que comenzaron en agosto de 2017 y condujeron a más de 700.000 rohingyas a cruzar la frontera a Bangladesh desde el vecino estado de Rakhine en cuestión de semanas. Estos se unieron a otros 200.000 refugiados que habían huido en olas de violencia anteriores.
Antes de escapar, muchos experimentaron o presenciaron una violencia terrible. Sus amigos y familiares murieron y sus casas fueron destruidas.
Poca esperanza para el futuro
Tres años después, hay pocas esperanzas de un cambio positivo para los rohingyas o de que regresen a casa de manera segura y digna a corto plazo. La gente sigue viviendo hacinada en habitáculos endebles hechos de plástico y bambú. Sus vidas permanecen en suspenso.
Las necesidades de salud mental de los rohingyas han evolucionado a lo largo de los años. El desempleo, la ansiedad por el futuro, las malas condiciones de vida y el escaso o nulo acceso a servicios básicos, como la educación formal, se han sumado a los traumáticos recuerdos de la violencia sufrida en Myanmar.
Algunos pacientes están recibiendo tratamiento psiquiátrico por problemas graves de salud mental, como el trastorno bipolar y la esquizofrenia. Los equipos de Médicos Sin Fronteras (MSF) han recibido un número cada vez mayor de pacientes con problemas de salud mental en Cox’s Bazar.
Las malas condiciones de vida, principal causa de enfermedad
“La mayoría de los pacientes que vemos, tanto niños como adultos, vienen con infecciones respiratorias, enfermedades diarreicas e infecciones de la piel. Estas enfermedades están relacionadas principalmente con las malas condiciones de vida”, afirma Tarikul Islam, líder del equipo médico de MSF en el megacampo de Kutupalong-Balukhali, el campo de refugiados más grande del mundo.
Ahora hay más orden en los campos que en los primeros días de la emergencia, con mejores carreteras y más letrinas y puntos de agua potable. Pero la vida aquí es precaria. Cada año, cuando llega la estación monzónica, el riesgo de inundaciones, deslizamientos de tierra y de que la gente pierda las pocas posesiones que tiene es muy real.
También hay que lidiar con problemas económicos. Por eso no sorprende que las personas se tomen su tiempo para buscar atención médica, lo cual empeora su situación.
“Algunos pacientes llegan tarde, cuando ya están gravemente enfermos. Cuando un paciente no llega a tiempo, cuando su condición ya es complicada y la enfermedad ya está dañando otros órganos de su cuerpo, requiere mucha más atención y es complicado para nosotros reparar la situación”, dice la pediatra Ferdyoli Porcel.
En Myanmar, muchas comunidades rohingyas recibieron una atención médica deficiente. Esto ha tenido consecuencias médicas y también ha hecho que las personas se sientan menos cómodas a la hora de buscar atención médica en los campamentos.
Como explica Ferdyoli, “otro problema está relacionado con la atención prenatal y los partos en el hogar, cuando las mujeres tienen complicaciones durante los partos en casa o sus bebés nacen con complicaciones”. “Un parto en un hospital permite responder a estas complicaciones y nos da la oportunidad de ayudar al bebé a respirar si el bebé nace con problemas o ayudar a la madre si está perdiendo sangre”.
El desafío adicional del COVID-19
Este año, el COVID-19 ha traído consigo desafíos adicionales. El primer rohingya con COVID-19 en los campamentos fue confirmado el 15 de mayo. Un impacto inmediato fue una mayor erosión de la confianza en el sistema sanitario. Los rumores y la desinformación abundan, y el miedo mantiene alejadas de las clínicas a personas que necesitan atención médica esencial que no es COVID-19.
“Algunos pacientes no admitían abiertamente los síntomas relacionados con el COVID-19 porque pensaban que serían tratados de manera diferente”, explica Tarikul Islam.
Jobaida dio a luz hace unas semanas en el hospital materno-infantil de MSF en Goyalmara. Describe cómo ella y su bebé pasaron seis días en la unidad de cuidados intensivos neonatales, tiempo durante el cual se les hizo la prueba del COVID-19:
“La prueba dio positivo y me trasladaron a la sala de aislamiento con mi bebé. Pasamos 12 días allí. Tenía miedo porque hay una creencia en nuestra comunidad de que contraer COVID-19 significa que vas a morir. Los médicos y enfermeras fueron muy amables; me apoyaron y me controlaron todos los días. No parecían tener miedo de acercarse a mí, a pesar de que era contagiosa, lo que me ayudó a sentirme menos estigmatizada».
Trabajar con las comunidades es fundamental
Compartir información sobre el COVID-19 y crear conciencia entre las comunidades ha sido crucial en la respuesta de MSF, pero hacerlo mediante las redes sociales o mensajes de SMS se ha visto obstaculizado por las restricciones en la disponibilidad de la red móvil en los campamentos y sus alrededores. Para evitar reunir a gente en grupos, nuestros equipos en los campamentos y las aldeas vecinas van casa por casa, hablando con los miembros de la familia.
Algunos proveedores de salud, incluido MSF, tuvieron que reducir actividades, especialmente en los primeros días de la pandemia, debido a la escasez de personal y recursos. Esto, a su vez, tuvo consecuencias para quienes requerían de atención médica.
Los esfuerzos para contener la propagación del COVID-19 también han acarreado mayores restricciones de movimiento en los campos. Esto ha dificultado aún más el acceso a atención médica y ha dificultado que pacientes con enfermedades «invisibles», como trastornos psiquiátricos o enfermedades no transmisibles como la diabetes, demostraran que estaban enfermos y pudieran acudir a los centros de salud.
El panorama es sombrío en toda la región
A medida que pasan los meses y los años, el 25 de agosto se convierte en recordatorio de las décadas de violencia, persecución, discriminación y negación de los derechos básicos que los rohingyas han sufrido. Más allá de Bangladesh, MSF ve las consecuencias sobre estas vidas en limbo entre las comunidades rohingyas con las que trabajamos en lugares como Myanmar y Malasia.
Los rohingyas que permanecen en el estado de Rakhine continúan sufriendo discriminación y segregación, en particular restricciones de movimiento, que limitan su acceso a la atención médica.
En Malasia, que alberga una de las poblaciones más grandes de rohingyas fuera de Myanmar, muchos no buscan atención médica y se demoran en hacerlo hasta que su condición se vuelve muy grave por temor a ser denunciados a las autoridades migratorias y detenidos. Las barreras para acceder al empleo significan que la mayoría no puede costearse la atención médica.
Además, en los últimos meses, los países del sureste asiático se han negado repetidamente a que barcos que transportaban cientos de refugiados que huían de los campos de Bangladesh desembarcaran en sus costas por temor al COVID-19. Muchas personas han estado a la deriva durante semanas con poca comida y agua y, a menudo, siendo víctimas de abusos.
“La vulnerabilidad de los rohingyas se ha visto agravada por la pandemia COVID-19. Su falta de estatus legal y la ausencia de soluciones a largo plazo y más sostenibles significan que su futuro es más incierto que nunca”, subraya Alan Pereira, coordinador de MSF en Bangladesh.
“En un momento en el que muchos en todo el mundo ven sus movimientos restringidos, sus planes pospuestos y sus trabajos en peligro, es importante recordar que esta ha sido la vida de los rohingyas durante generaciones”.