Hace unos días, Ximena Di Lollo y su equipo recibieron la llamada de una de las primeras residencias que habían visitado porque la situación de los residentes había empeorado. En esta nota, Ximena comparte su testimonio como médica y coordinadora de Atención a Mayores en Residencias de Médicos Sin Fronteras (MSF) contra la pandemia de COVID-19 en España.
Pido a mi compañera enfermera que venga conmigo, que los mayores más graves se han quedado solos y tenemos que ir a ver cómo se encuentran.
Al llegar a la residencia hay una pequeña transición —un momento extraño en el que el mundo se para— antes de pasar de un lugar a otro. Un momento que dura el tiempo de ponerte el traje de protección, los guantes y subir las escaleras.
Entonces, caes en la cuenta, no hay reloj, no hay teléfono, no hay plan que sea más importante que el de ser y estar ahí, en ese preciso momento, como si nada más existiera.
En ese momento, el objetivo ya no son los planes que tenías como responsable de equipo de residencias de MSF, el de crear un modelo intervención sanitaria para residencias con la mayor capacidad y el mayor impacto posible y que pudiéramos aplicar a otras zonas del país para salvar todas las vidas posibles.
El objetivo, deja de ser ese. Y se humaniza. Lo hace a una velocidad increíble: tiene cara, ojos, miedo, desasosiego y desorden. Y nosotras humildemente empezamos a realizar nuestro trabajo. Primero a ordenar y ordenarnos. ¿Quién es quién? ¿Dónde está cada uno? ¿Cuál de todos, de los 20 que están en esta residencia, necesita ser atendido con más urgencia? ¿Cuáles han muerto?
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Con más orden, gracias sobre todo al perfeccionismo de mi compañera, empezamos la visita. Pero ya no hay estrategia ni táctica. Los momentos se cuentan en miradas, en manos que sostienes, en caricias que calman el miedo, también el mío. Entramos en una intimidad indescriptible. Nunca seré capaz de contarla.
Los ojos cerrados de Laia se abren cuando escucha la voz de su hijo al teléfono. No es capaz de hablar pero su rostro revive, como si los pequeños capilares que cruzan su piel trasparente se llenaran súbitamente de sangre y oxígeno. Salimos todos de la sala, intentamos, en la medida de lo posible y en estas circunstancias, crear un espacio lo más sereno e íntimo posible. Solo alguien se queda para sostener el teléfono. Toca decir a hijos, esposos, sobrinos y nietos, lo más amablemente que podemos —como nos han enseñado nuestras compañeras Carme y Cristina, doctora especialista en paliativos y psicóloga, respectivamente— que esta puede ser la única oportunidad de decirles a sus seres queridos lo que necesiten, que no importa si alguno no contesta, que no se preocupen por las palabras, que aprovechen este momento único.
Muchos de los residentes se aferran a nuestras manos como si fueran las de quien está del otro lado de la pantalla del teléfono.
Otros dicen que están bien, que los que están cansados son sus cuidadores y algunos, increíblemente, logran mantener una conversación. En todos, sin excepción hay un cambio imperceptible a simple vista pero que llena el ambiente de algo parecido a la luz o, sea lo que sea que es, se parece a la luz.
Las confesiones de miedo, las preguntas por sus compañeros, las peticiones de un vaso de agua, el abrazo que me da la mujer más dulce que haya conocido jamás en un pasillo, las voces llenas de amor de los adioses, la gratitud por la vida, las promesas de reencuentro se mezclan dentro de mí de un modo extraño.
Estos momentos honorables a los que asistimos firmes y rotas al mismo tiempo, tristes pero honradas, me recuerdan a mi primer día en la Facultad de Medicina, cuando un profesor muy serio nos dijo: “sanar, sanareis a algunos; pero vuestra verdadera misión será acompañar en la vida y en la muerte, con el mayor respeto del que seáis capaces”. Y así ha sido.