Se estima que son 450.000 los migrantes y refugiados que cruzan las fronteras en Centroamérica sin protección y atención humanitaria adecuada. La «caravana migrante» que está en las tapas de los diarios ahora, en octubre y noviembre de 2018, es su reflejo.
“No más muertes” se lee en un grafiti garabateado con aerosol verde en el centro de Tegucigalpa, la capital de Honduras. Esta desesperada demanda hace eco en la ciudad, y se extiende a Honduras, Guatemala y El Salvador –el Triángulo Norte de Centroamérica-, donde en los últimos años la violencia y la pobreza han desencadenado una crisis humanitaria transfronteriza.
Los tres países del Triángulo Norte están ahogados por la profunda desigualdad social, la inestabilidad política y el conflicto. Ahora estos países también están lidiando con una expansión rápida de crimen organización transnacional, que se disparó desde hace una década. En el Salvador, Guatemala y Honduras, el tráfico de drogas y de humanos por parte de grupos criminales, conocidos como las maras, junto con la corrupción generalizada y la débil aplicación de la ley, han desencadenado en más violencia.
Anualmente, al menos 450.000 personas huyen de los países del Triángulo Norte, desplazadas por amenazas, extorsiones, reclutamiento forzado de pandillas y tasas de homicidios que, a pesar de que han bajado en los últimos años, de acuerdo con números oficiales, siguen siendo altas. La mayoría no tienen otra opción que emprender un viaje peligroso hacia el norte, con el riesgo de sufrir lesiones graves e incluso la muerte, con la esperanza de alcanzar su seguridad en Estados Unidos.
Esta población afectada por la violencia continúa intentándolo a pesar de los esfuerzos de la administración de EEUU por intensificar las deportaciones y desmantelar las protecciones legales para los refugiados y los solicitantes de asilo en el país. Las consecuencias físicas y mentales de este desastre pasan inadvertidos por la comunidad internacional. En respuesta, desde Médicos Sin Fronteras, que llevamos mucho tiempo trabajando en la región, estamos ampliando nuestras actividades para proporcionar asistencia médica y psicosocial, poniendo en marcha proyectos en los hospitales y las clínicas, y en los albergues para migrantes a lo largo de la ruta hacia el norte. Los equipos también están trabajando para adaptar los servicios que ofrecen con el fin de servir mejor a un número creciente de personas en movimiento.
Tegucigalpa: ciclos de violencia
La violencia es inevitable en Honduras, incluso dentro de la casa. Las calles de la mayoría de ciudades, como Tegucigalpa y San Pedro Sula están permeadas por el crimen y el conflicto. La violencia sexual doméstica también está por todos lados, con niños y mujeres llevándose la peor parte. Corrupción, miedo a las represalias y un acceso limitado a los servicios de salud básicos a menudo dejan a las víctimas sin protección y pocas opciones, por lo que terminan abandonando sus hogares.
Para enfrentar estas problemáticas, lanzamos un programa con servicios prioritarios que ofrece servicios médicos de emergencia y psicológicos a las víctimas de violencia. Junto con el Ministerio de Salud de Honduras, este servicio gratuito y confidencial atiende pacientes en dos centros de salud en Tegucigalpa desde 2011.
A finales de 2017, un estudio realizado por la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) aseguró que había 174.000 desplazados internos en 20 de los municipios más importantes de Honduras -cerca de 4% de la población total de esta área. Los factores que han influido son fácilmente visibles en Nueva Capital, una comunidad en las montañas a las afueras de Tegucigalpa.
En medio de un laberinto de construcciones bajas y entre vertiginosas calles sin pavimentar, Nueva Capital originalmente fue creada a finales de 1990 por personas desplazadas por el huracán Mitch, la misma tormenta que dejó a cientos de hondureños reclamando un estatus de protección temporal, conocido como TPS, y al que los hondureños ya no podrán acceder debido a que la actual administración de Estados Unidos le pondrá fin en enero de 2020. Una amenaza que envía a esta población de nuevo a las condiciones violentas donde la mayoría de sus compatriotas estás tratando desesperadamente de huir.
Nueva Capital, auto organizada en cinco sectores, se ha convertido en una de los más peligrosos asentamientos en el área. El sector uno, en la base de la montaña, y el sector cinco, cerca de la punta, están completamente controlados por las maras. La mayoría de gente en Nueva Capital vive en situación de pobreza extrema y no cuenta con servicios básicos como agua, salud y electricidad.
Recientemente, rehabilitamos una clínica originalmente construida por miembros de la comunidad en el sector dos de Nueva Capital. Ahora, el equipo proporciona atención en salud primaria y salud mental por lo menos a 60.000 personas de la región. A las 9 de la mañana de un lunes de julio, las salas de espera están atestadas de personas que han ido a recibir atención gratuita. La mayoría son mujeres y niños. También hay un número pequeño de hombres.
“Aquí hay una inmensa necesidad de servicios psicológicos de salud”, dice Brenda Villacorta psicóloga de MSF. “Si vienes con una herida de arma podemos tratártela, pero no siempre asocian al psicólogo con esa herida. Veo problemas relacionados con dolores no resueltos, ansiedad, depresión y violencia sexual doméstica”. En Nueva Capital la violencia es un hecho en la vida. Mucha gente en esta comunidad, si es afortunada de tener trabajo, viaja a Tegucigalpa, arriesgándose a los asaltos, secuestros o cosas peores durante el camino.
Hoy, Ilma, una mujer de 40 años, vino a la clínica por problemas estomacales. Vive en Nueva Capital, desde 2004. Ella y su esposo dejaron su casa en La Paz, Honduras, y llegaron a Tegucigalpa en busca de trabajo. El encontró un empleo como guardia de seguridad. “Al comienzo la vida fue sencilla para nosotros”, dice ella. “Nos casamos y tuvimos un niño. Luego las cosas se pusieron mal. A mi esposo lo asesinó un hombre tratando de robar el negocio que él estaba cuidando. Ahora vivo con mi hijo, sola”.
El hijo de Ilma, ya un adulto, trabaja en una maquila en Tegucigalpa. Ella teme por su seguridad. “Es difícil vivir en Nueva Capital”, dice. “Mi hijo ha sido asaltado muchas veces. La mayoría de las veces le han quitado hasta el dinero del transporte. Él quiere regresar a La Paz, porque se siente seguro allá pero la situación económica no es buena”. Con pocas opciones, Ilma y su hijo, como muchos otros en Honduras, están atrapados en un ciclo de violencia y exclusión. A pesar de los riesgos, ella piensa hacer la ruta para llegar a EEUU.
“Sé del peligro de viajar hacia Estados Unidos. Y como personas pobres no tenemos los medios para ir de forma legal. Pero no me siento segura en Tegucigalpa”.
Para adaptar los servicios a las personas que están en movimiento, estamos implementando una nueva encuesta en nuestros proyectos en Honduras, con el fin tener un panorama de las personas que han sido forzadas a dejar sus casa y evaluar sus necesidades psicológicas y médicas. Cuando ellos llegan a sus citas en las clínicas de MSF, los pacientes responden un cuestionario anónimo sobre el estado de su desplazamiento. Junto a los datos demográficos, los resultados de las encuestas ayudarán a nuestros equipos a adaptar nuestros servicios a quienes más necesitan cuidados.
Aunque la encuesta acaba de comenzar a implementarse, el psicólogo de MSF, Jorge Alberto Castro, quien trabaja en la clínica de MSF dentro del Centro de Salud Alonso Suazo de Tegucigalpa, cree que el desplazamiento relacionado con la violencia está en aumento en Honduras. “El número de personas desplazadas internamente está creciendo”, dice. “Estas personas necesitan moverse, si no lo hacen pasarán por los mismos traumas una y otra vez”.
Choloma: “Las personas aquí están profundamente afectadas por la violencia”
Al noroeste de Tegucigalpa, cerca del centro industrial de San Pedro Sula y la frontera con Guatemala, se encuentra la ciudad de Choloma. Ésta es la tercera ciudad más grande de Honduras, con una población oficial de aproximadamente 250.000 personas, aunque la cifra real probablemente es mucho más alta. Hogar de muchas fábricas, conocidas localmente como maquilas, la ciudad atrae a personas de todo el país en busca de trabajo, pero los bajos salarios y las pésimas condiciones de trabajo hacen que muchos sigan viviendo en la pobreza.
El crimen es endémico en Choloma y, como en Tegucigalpa, las mujeres y las niñas corren mayor riesgo. Aquí también nuestros equipos ofrecen servicios de atención de la salud mental, sexual y reproductiva, con un enfoque en atención a las sobrevivientes de violencia sexual.
En la primavera de 2018, nuestros equipos comenzaron a apoyar una clínica local del Ministerio de Salud en Choloma, que luchaba con limitaciones de presupuesto y personal. Las instalaciones ahora ofrecen servicios de salud sexual y reproductiva, además de ayudar a las mujeres embarazadas para evitar los hospitales públicos con demanda excesiva. En otras partes de Choloma, nuestros equipos de difusión brindan servicios preventivos y curativos, que incluyen educación y asesoramiento sobre salud, dos veces por semana en otra clínica del vecindario de La López.
El cielo sobre la clínica en La López se está limpiando con lluvias torrenciales. La psicóloga de Médicos Sin Fronteras, Ámbar Assaf, mira a través de los barrotes de la gruesa reja de hierro hacia la calle. En el borde del estacionamiento arenoso de la clínica, las gallinas caminan en la hierba mojada junto a la cerca. Assaf está aquí para cubrir su turno vespertino en la clínica, pero teme que la tormenta mantenga alejados a los pacientes.
“Las personas aquí están profundamente afectadas por la violencia, especialmente las mujeres”, menciona.
“Los pacientes que atiendo son en su mayoría mujeres jóvenes de entre 15 y 35 años de edad. La violencia física, violencia psicológica y violencia sexual son extremadamente comunes. Veo a muchas mujeres que sufren de depresión porque han experimentado violencia y la han normalizado como mecanismo de defensa”.
Assaf y su equipo trabajan con pacientes para ayudarlas a procesar sus experiencias y recuperar cierto grado de control sobre sus vidas. Pero la generalización e intensidad de la violencia en Choloma puede dejar profundas cicatrices.
“Uno de los casos que más recuerdo fue el de una familia”, dice Assaf. “Una mujer embarazada con dos hijos, uno de seis años y otro de ocho. Un día, el marido no regresó a casa. Más tarde, los vecinos encontraron su cuerpo en la calle y fueron a decirle a la mujer. Ella se llevó a sus hijos y ellos vieron el cuerpo en muy mal estado. Ves casos como este todo el tiempo”.
La familia fue referida a un programa de protección de testigos y se trasladó a otra ciudad ubicada a dos horas de distancia, uniéndose a las filas de los miles de habitantes que se convirtieron en desplazados internos en Honduras. Pero incluso después de mudarse no se sienten seguros, dice Assaf. Verse obligados a abandonar la ciudad también los ha alejado de su círculo social y las oportunidades económicas. “La madre dará a luz en un mes. Y ha considerado regresar a Choloma, porque no hay trabajo en la ciudad a donde huyeron”, menciona la psicóloga.
Nuestro equipo trabajó con los niños para brindar apoyo emocional y crear mecanismos de supervivencia mientras sentían la pérdida de su padre. Pero la familia todavía debe tomar una decisión imposible, que es conocida por muchas personas en Honduras: quedarse y arriesgar su vida en casa, o desplazarse, apostando por un futuro mejor. “Hay tantas necesidades en esta área”, dice Assaf, que vive en las cercanías de San Pedro Sula.
“Mientras más trabajamos, más necesidades vemos. Todos hemos visto personas asesinadas en las calles. No podemos cambiar la situación aquí, pero podemos apoyar a las personas que tienen que vivir con la violencia”.
Regreso forzado
Muchas personas que han sido desplazadas repetidamente dentro de Honduras finalmente toman la decisión desesperada de viajar al norte, a través de Guatemala y México, en un intento de llegar a los Estados Unidos. Un gran número ellas continúa haciendo el viaje incluso a medida que la ruta se vuelve más traicionera y la probabilidad de deportación de los Estados Unidos aumenta con las políticas de «tolerancia cero» de la administración Trump para restringir la migración.
Esas condiciones han empoderado a los contrabandistas de personas, o coyotes, que organizan el transporte para los migrantes que viajan por el Triángulo del Norte y México. La tarifa actual para viajar con un coyote de Honduras a los Estados Unidos ha aumentado considerablemente, de alrededor de $ 6.000 a $ 10.000, y muchos han comenzado a ofrecer «paquetes» de tres oportunidades para llegar a los Estados Unidos. Pero la violencia y la desesperación son tan grandes que muchas personas desplazadas aún consideran que es la única alternativa, y los coyotes su única opción de ayuda para cruzar la frontera.
Miles de ellos son detenidos de todos modos en Guatemala o en la frontera entre México y Estados Unidos y son deportados a Honduras. Cada semana, cientos de estos hombres y mujeres pasan por el Centro de Atención al Migrante Retornado (CAMR) de La Lima, en el Aeropuerto Internacional Ramón Villeda Morales en San Pedro Sula. El centro recibe de siete a ocho vuelos especialmente fletados desde los EEUU cada semana, cada uno con un promedio de 80 a 90 pasajeros.
Muchas personas que llegan a La Lima después de ser deportadas no tienen a dónde ir. Una mujer recién llegada encontró que toda su familia había abandonado la ciudad mientras ella estaba fuera. Un hombre de 87 años deportado de Guatemala no tenía parientes que lo cuidaran y fue ubicado en un hogar de asistencia por las hermanas. Otros han vivido en los EEUU durante 10 años o más y han perdido el contacto con familiares y amigos en Honduras.
Las autoridades de La Lima estiman que alrededor del 40 por ciento de los retornados intentarán nuevamente llegar a los EEUU, aunque se sabe que las deportaciones están en aumento y muchas de estas personas ya han sufrido una violencia horrible, un secuestro o algo peor durante intentos anteriores. En los primeros seis meses de 2018 el centro ya recibió 3.500 deportados más en comparación con el mismo período del año pasado. Algunas personas han pasado por La Lima hasta cinco veces en un solo año.
El muro mexicano
A medida que crece la cantidad de personas que huyen de la violencia y la pobreza en el Triángulo del Norte, el gobierno mexicano se ha impuesto en la frontera sur del país, con el apoyo de los Estados Unidos. Las fuerzas de seguridad, junto con la corrupción generalizada y la sospecha de colusión con los cárteles y las maras que operan en los estados del sur de México, Oaxaca, Veracruz y Tabasco, han dado lugar a un ambiente de violencia letal.
Nuestros equipos brindan atención médica primaria y servicios psicosociales a lo largo de la ruta de migración a través de México, atienden pacientes en el refugio para migrantes La 72 en Tenosique y, a través de clínicas móviles, en el refugio Casa del Migrante en Coatzacoalcos. Estos sitios sirven como un oasis para las personas que hacen el peligroso viaje al norte. Pero a medida que se intensifica la violencia cerca de la frontera con Guatemala y en la ruta migratoria, se hace evidente que algunos pacientes tienen mayores necesidades médicas. Las personas que han estado expuestas a la violencia extrema (tortura, secuestro, violación, abuso psicológico) requieren atención integral y especializada.
«Aquí vemos situaciones similares para las personas que se desplazan en contextos de guerra como Siria o Yemen», explica el psicólogo de MSF Diego Falcón Manzano.
Los delincuentes a lo largo de la ruta de migración a menudo utilizan la tortura psicológica cuando intentan secuestrar o extorsionar a las víctimas o reclutar a la fuerza a nuevos pandilleros. “Antes, en el viaje, te golpeaban o te violaban. Pero ahora no solo te golpean, te hacen ver cómo se hace con otras personas. O te hacen matar a alguien o cortar partes del cuerpo humano».
A orillas del río Grande, en el estado mexicano de Tamaulipas, se encuentra la ciudad fronteriza de Reynosa. Reynosa, hogar de más de 600.000 personas, es una estación de paso común para muchos migrantes centroamericanos que esperan ingresar a los EE. UU. También es una de las ciudades más violentas de México, convulsionada por un conflicto entre carteles criminales que compiten por el territorio. La presencia de la policía militar mexicana en las calles hace poco para aliviar la tensión, que tiene un alto costo psicológico tanto para los residentes permanentes como para los migrantes que pasan.
«Si rascas un poco la superficie, todos en la ciudad han sido víctimas de violencia, directa o indirectamente», dice la psicóloga de MSF Violeta Elizabeth Perez Quintero.
Aquí, nuestros equipos brindan atención médica y psicológica, junto con servicios sociales, tanto a las comunidades locales como a las migrantes. Un equipo compuesto por un médico, una enfermera, un trabajador social y un psicólogo trabaja en una clínica fija, mientras que los equipos móviles visitan dos refugios para migrantes, Casa del Migrante Guadalupe y Senda de Vida, además de un refugio para menores, el Centro de Atención al Menor Fronterizo. (CAMEF).
Piedad, de 32 años, espera bajo el calor abrasador en el patio de concreto del complejo con su hija de tres años, Dayli. La niña ha estado sufriendo una infección en el oído, por lo que Piedad la llevó a ver a uno de los médicos de MSF. Sus tres hijos, Josué de 15 años, Eddy de ocho años y Jairo de siete años, patean una pelota de fútbol de un lado a otro a la sombra de uno de los edificios del refugio.
«Solía administrar una panadería en Triunfo de la Cruz, Honduras», dice Piedad. «Pero las maras nos dijeron que teníamos que pagar el ‘impuesto de guerra’. Ya no podíamos pagar más, solo vendíamos pan. Mi hijo Josué fue amenazado. Nos dijeron que si no podíamos pagar, nos matarían». Piedad, su esposo y sus hijos sintieron que no tenían más remedio que huir de su casa. El 15 de abril pasado cogieron rumbo hacia la frontera con Guatemala con la esperanza de alcanzar la seguridad en los Estados Unidos.
Finalmente, tomaron un autobús a Tenosique, México, donde les fueron robadas sus pocas pertenencias, junto con sus documentos de identificación. Encontraron refugio en La 72. «Vimos a MSF en el refugio para migrantes en Tenosique», dice Piedad.
«Nos brindaron asesoramiento y medicamentos para mis hijos, así como atención médica y consejos». Desde allí continuaron por la ruta hacia el norte, caminando y tomando autobuses donde podían. «En algunas ciudades tuvimos que pedir dinero para comprar boletos de autobús o comida», dice ella. “Dormimos en las colinas o en las afueras de las ciudades. Hubo días en que no comimos ni bebimos agua».
Finalmente llegaron a Reynosa. Durante el viaje habían escuchado que podrían tener mejor suerte cruzando la frontera si viajaban por separado: Piedad con los niños y su esposo acompañando a Dayli. Entonces Piedad se fue al puente sobre el río mientras su esposo y su hija permanecieron en el albergue Senda de Vida. «Fue una experiencia terrible», recuerda. “Primero nos reunimos con la inmigración estadounidense y pedimos la condición de refugiado. Pero nos la negaron, y nos dijeron que esperáramos. Nos quedamos al sol durante cuatro horas. Finalmente, los agentes de inmigración mexicanos vinieron y preguntaron si podían llevarnos. Los estadounidenses dijeron que sí».
Sin los documentos que habían sido robados en Tenosique, Piedad no podía demostrar quién era ni de dónde venía. Ella y sus dos hijos menores fueron llevados a Reynosa y retenidos en una celda de la cárcel. Josué, su hijo mayor, fue recluido en un centro de detención para menores. Ella no tenía idea de dónde lo habían llevado, o qué había sido de él, durante siete días.
En el octavo día, los funcionarios de inmigración mexicanos revisaron el documento restante de Piedad, uno del consulado que demostró que había planeado solicitar una visa humanitaria en México. Fue liberada y se reunió con su familia en Senda de Vida. Ahora llevan dos meses viviendo en el refugio, esencialmente atrapados en el limbo.
Regresar a Honduras es imposible, pero las perspectivas de llegar a los Estados Unidos se vuelven cada vez más débiles.
«Sé que no podemos estar aquí para siempre», dice Piedad. «Soy la cocinera aquí ahora. Y mi esposo tiene un día de trabajo, pero solo gana 150 pesos por día (alrededor de $8 dólares). Eso no es nada. No podemos encontrar un lugar para vivir, no podemos enviar a nuestros hijos a la escuela. Solo quiero un futuro mejor para ellos».
La familia ha estado trabajando con un asesor legal en el refugio, pero no hay muchas opciones disponibles para las personas en su posición. Una visa humanitaria mexicana les permitiría permanecer en el país, pero complicaría el trabajo allí. «En este momento no sé qué haremos a continuación», dice ella, sacudiendo la cabeza. «Pero mi idea es cruzar a los Estados Unidos».