Actualizado: las autoridades de salud congoleñas confirmaron el 10 de abril un nuevo caso de ébola en Beni, por lo que el brote aún no ha finalizado.
Por Trish Newport, nuestra coordinadora de Emergencias en República Democrática del Congo:
«¡Estamos siendo atacados en el centro de tratamiento del Ébola!» Estas fueron las palabras que escuché cuando descolgué mi teléfono el 27 de febrero del año pasado. Estaba en Ginebra, acababa de regresar de República Democrática del Congo (RDC), donde había coordinado la respuesta de Médicos Sin Fronteras al brote del virus del Ébola.
La persona que me llamó estaba en el centro de tratamiento de Butembo, una instalación con 96 camas, y llamaba en el mismo momento en el que hombres armados cruzaban la puerta principal y abrían fuego. Cuando dejaron de disparar, incendiaron el recinto.
En el momento del ataque, había más de 50 pacientes en la instalación. Huyeron todos. Los 60 empleados de MSF que trabajan allí también. Personal y pacientes se escondieron juntos en edificios vecinos y en el bosque cercano. Fue aterrador para todos. Debido a que desde MSF ya no podíamos garantizar la seguridad de nuestros pacientes ni de nuestro personal, tomamos la decisión de evacuar a todos nuestros equipos de Butembo y de las zonas cercanas el día siguiente. Fue una medida difícil, pero no nos quedó otra.
Tras el ataque, nos tomamos tiempo para reflexionar sobre qué era lo que, hasta ese momento, no había funcionado correctamente en el brote de Ébola. Por ello, le pregunté a una compañera congoleña por qué había tanta ira dirigida a la respuesta humanitaria a la enfermedad.
«Mi esposo fue asesinado en una masacre en Beni. En aquel momento, anhelaba con todas mis fuerzas que alguna organización viniera a protegernos, pero ninguna acudió. He tenido tres niños que murieron de malaria. Ninguna organización internacional vino nunca a esta zona a trabajar para asegurarnos atención médica o agua potable. Sin embargo, llega el virus y todas las organizaciones vienen porque el Ébola les da dinero. Si se preocuparan por nosotros, nos preguntarían cuáles son nuestras prioridades. La mía es la seguridad y que mis hijos no mueran de malaria o diarrea; no es el Ébola, esa es la suya».
Acordamos que, a partir de ese momento, escucharíamos y responderíamos a las prioridades de salud de la población y solo llevaríamos a cabo actividades con el pleno respaldo de la comunidad. Comenzamos a construir pozos y brindamos tratamiento para otras enfermedades más allá del Ébola, como diarrea, malaria y neumonía que también se cobraban vidas. Cuando erigimos centros de tratamiento nos aseguramos de que la comunidad participara en su diseño y creación.
Mientras que antes construíamos centros de aislamiento del Ébola con carpas y lonas, nuestras nuevas estructuras fueron diseñadas de acuerdo con los deseos de las comunidades locales: algunas se asemejaban a chalets mientras que otras eran similares a los centros de salud a los que estaban conectadas.
El resultado fue que las comunidades comenzaron a interiorizar los centros y a sentir que eran copropietarias de los mismos. La población dejó de rechazar las medidas de aislamiento y la gente comenzó a acudir a estas clínicas tan pronto como se sentía enferma. Todo ello contribuyó a reducir enormemente el número de casos en las comunidades.
Sin embargo, no hay nada innovador en todo esto. De hecho, una de las principales lecciones aprendidas del brote de Ébola en África Occidental de 2014 y 2015, donde nuestro papel fue importante, fue que la participación de la comunidad era esencial para detener un brote. Fue una lección aprendida, pero olvidada de alguna manera, y no solo por nosotros.
La reacción al brote de Ébola en RDC, conocida como ‘la respuesta’, ha estado liderada por el Gobierno congoleño con el apoyo de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Todas las instituciones involucradas, incluidas organizaciones internacionales, han colaborado en ella. Al comienzo del brote en agosto de 2018, todos los actores saltaron directamente al modo de emergencia; desplegaron a cientos de empleados y establecieron actividades basadas en el enfoque clásico para emergencias sanitarias de rápida evolución.
No se invirtió tiempo para involucrar a las comunidades afectadas, generar confianza o considerar el hecho de que el brote tenía lugar en una zona plagada de enfrentamientos en los últimos años y en la que la población civil había sufrido numerosas masacres. Se invirtieron millones de dólares en el sistema de respuesta al Ébola y, sin embargo, el número de casos continuó aumentando y el brote siguió extendiéndose a nuevas regiones.
Con el tiempo, la ‘respuesta’ comenzó a interactuar más con la comunidad, pero también mantuvo actividades y enfoques que las alejaban de la población local, como el empleo de escoltas armados, el aislamiento a la fuerza de los pacientes, prácticas de enterramientos obligatorias poco adaptadas a las costumbres locales o el despliegue de personal armado en las instalaciones de salud.
Estas tácticas no solo hicieron que fuera más difícil detener el brote, sino que también contribuyeron a que las personas se mostraran reacias a acceder a servicios de salud ‘regulares’ por temor al personal armado en los centros de salud y a ser identificados como posibles sospechosos.
Es imposible saber cuántas personas que padecían enfermedades no relacionadas con el Ébola no recibieron la atención médica adecuada que necesitaban debido al enfoque de la respuesta a la epidemia.
A pesar de todos estos problemas, el número de casos ha ido disminuyendo y, con suerte, un día todo terminará.
¿Deberíamos celebrar el final del brote cuando llegue? ¿Deberíamos considerar ‘la respuesta’ un éxito? No estoy muy segura. Mi temor es que cuando esto termine, las diversas organizaciones involucradas se felicitarán y dirán que el brote ha llegado a su fin por cómo lo manejaron, cuando en realidad fue a pesar de ello.
Esto podría sentar un precedente preocupante para la gestión de brotes futuros al sistematizar el uso de la coerción, la escolta armada y la presencia de personal armado en instalaciones de salud, a expensas de tratar a las personas con dignidad e involucrarlas en las decisiones relacionadas con su salud.
Nunca olvidaré la llamada telefónica de Butembo aquel 27 de febrero de 2019. Es insoportable y horrible escuchar a tu propio personal —al efecto, tu familia— caer bajo los disparos. Tampoco olvidaré nunca el dolor de tener que evacuar a nuestros equipos, dejando atrás a las personas que tanto los necesitaban.
De la misma forma, siempre me acompañará el enorme impacto de los cambios que hicimos tras el ataque, cuando finalmente nos implicamos de forma adecuada con la comunidad y la hicimos parte de las acciones. Espero que estas lecciones aprendidas no se olviden ni se pasen por alto en el próximo brote.