Imaginen a un niño de siete años. El niño escucha bombardeos y corre al sótano porque es el lugar más seguro; el lugar donde tiene menos probabilidades de ser alcanzado por las bombas.
Con sólo siete años, él puede oler la muerte. Sus pequeñas rodillas tiemblan por los aterradores sonidos que causa un misil cercano. Escucha el ruido de vidrios y ventanas que se rompen.
Ahmed con su hermana y su hermano en Irak.
¿Cuántos de ustedes pueden imaginarse a una anciana, apoyada sobre su bastón, tratando de huir de los bombardeos que se oyen detrás de ella? «No me importa si me dejas aquí sola, está bien si muero», le dice la mujer a sus nietos, que empiezan a correr. Con cada paso que dan, se alejan más de ella.
Aquella mujer era mi abuela. Murió el año pasado, a los 90 años, y sobrevivió a la guerra del Golfo. Y aquel niño que corrió al sótano buscando refugio era yo. Años más tarde, en la facultad de medicina, supe que tenía un trastorno de stress post traumático.
Recientemente, vi en las noticias algunas imágenes similares a las de mi niñez a través de las fotografías de Omran Daqneesh, el niño que se encontraba desconcertado dentro de una ambulancia en Siria, limpiando la sangre de su cara luego de que su casa resultó bombardeada. Me quedé impresionado, viajé al pasado. Sin embargo, mientras hablo ahora, aún ocurren incidentes similares.
Este es uno de los motivos por el cual les cuento mi historia. Quiero compartirla para transmitir la realidad que atraviesan los refugiados y quienes huyen de zonas en conflicto.
En 1998, en Irak, recuerdo a mi mamá implorándole a mi papá: «Quiero salir de este lugar, no quiero que mis hijos lleven armas, ni que sean entrenados por esos monstruos, estoy cansada de tener que esconderlos todas las noches«.
Entonces huimos de Irak a Jordania, de Jordania a Egipto, y de Egipto a Libia, donde pasé casi una década de mi vida.
La situación política en Libia comenzó a cambiar drásticamente en 2011. Una noche escuchamos ruidos y golpes en nuestra puerta. De repente, comenzamos a oír fuertes sonidos, como alguien que estaba tratando de entrar. Abrí la puerta, mientras mi mamá y mi hermana gritaban nerviosas. Eran hombres pro-Gaddafi. Me gritaron, pero estaban buscando a otro hombre. Supimos entonces que era hora de huir.
Nos mudamos a Túnez donde Naciones Unidas estaba aceptando refugiados. Allí viví en el campo de refugiados de Shousha, ese vasto desierto donde tenía que hacer largas filas para poder darme una ducha semanal y obtener mis comidas.
Mientras estaba allí, vi que MSF necesitaba un médico y entonces apliqué a la búsqueda. Me contrataron y comencé a atender a los refugiados, mientras yo también era uno de ellos.
En el campo, llevábamos ropa diferente y teníamos creencias diferentes, pero sufríamos el mismo hambre y el mismo dolor.
Uno de mis pacientes, que tenía 15 años, había perdido la vista a causa de una infección en su córnea. Una simple cirugía restauraría su visión. Pero cuando uno es refugiado, espera durante años, aunque se trate de una cirugía simple, incluso si es un niño.
Después de casi tres años como refugiados en Túnez, finalmente fuimos aprobados para ser reasentados en los Estados Unidos. Todavía somos considerados afortunados porque nuestro reasentamiento tomó menos de cinco años.
Cualquiera puede ser un refugiado.
Nadie está exento de ser refugiado por su color o país de origen. No se trata necesariamente de personas que buscan estabilidad financiera. Puede tratarse de artistas, atletas, bailarines, doctores, filósofos. Personas con ambiciones y sueños, algunos tan simples como tener un lugar seguro donde vivir, con paredes y techo, sin los peligros y miedos de los que han estado escapando.
Comparto mi historia con la esperanza de poder dar a la gente una mejor comprensión de las imágenes que ven en las noticias. Pero mi historia es sólo una de las más de 65 millones que hay, y la mayoría permanecerán desconocidas. Este año, más de 3000 personas murieron tratando de alcanzar la seguridad de las costas de Europa, muchos otros permanecen desaparecidos. Cada persona deja atrás a seres queridos, ambiciones y sueños. Cuento mi historia en nombre de ellos, porque soy uno de los ‘afortunados’.
Desde septiembre, soy guía en una exhibición en la vía pública presentada por Médicos Sin Fronteras, diseñada para sensibilizar al público sobre la experiencia de refugiados y desplazados.
Durante el recorrido, les pido a los visitantes que imaginen que la guerra acaba de estallar, y que tendrán que abandonar sus hogares y a su comunidad. Hay una pared donde cuelgan tarjetas plásticas que listan los bienes más esenciales. Entonces les digo a estos padres, abuelos, niños, adolescentes y estudiantes universitarios:
«Tienen treinta segundos. Elijan cinco cosas para llevar en su viaje.»
Ellos se apresuran para elegir los elementos que creen que podrían ayudarlos. Algunos buscan agua, mantas, pasaportes. Y cuando comienzo la cuenta regresiva, veo a algunas familias que empiezan a trabajar juntas para hacer sus elecciones. El tiempo ha terminado, y miro lo que trajeron. Les pregunto si alguien trajo zapatos. Mi mente se remonta a cuando era niño en Irak en 1991. Les cuento al grupo:
«Cuando mi familia huyó, recuerdo que caminamos y caminamos. Caminamos durante 10 días sin parar. Llevaba puestas unas sandalias de goma. Cuando llegó el décimo día ya no tenía nada en mis pies”.
Nadie debe vivir esta vida. En la muestra trato de establecer una relación con las personas. Es hermoso presenciar la forma en que han reaccionado a esta exposición: como seres humanos.