«Me faltan palabras para describir un día en la vida de la gente de Gaza en estos momentos. La mañana empieza básicamente cuando nos despertamos. Damos vueltas en la cama e intentamos dormir un rato, pero el ruido de los bombardeos no nos deja.
Estamos despiertos, escuchando las noticias en la radio. En esta era moderna, deberíamos tener electricidad y acceso a Internet, pero nuestros teléfonos están muertos.
Corremos a ver si hay combustible para encender el generador, y entonces nos damos cuenta de que el generador también está muerto. Entonces, reconocemos que vivimos en una Gaza sitiada.
La voz de mi hijo me llega imprecisa y sus palabras poco a poco se van aclarando: ‘Mamá, tengo hambre, quiero desayunar’.
Mientras preparo el desayuno con las mínimas provisiones, empiezo a culparme por haber tenido hijos y haberlos traído a un mundo con condiciones tan terribles y guerras frecuentes, especialmente esta miserable guerra.
Cuando se tienen hijos, se hace todo lo posible por protegerlos y proporcionarles de todo. No prestas atención a las numerosas veces que escuchas el sonido de las bombas cayendo durante el día. Es un momento en el que se supone que debes ser una madre o padre fuerte, para mantener la calma por tus hijos. Pero lo cierto es que necesitas a alguien que te tranquilice.
Tememos el anochecer. Los drones israelíes, los aviones de guerra, los buques de guerra, los cohetes pesados y las bombas se extienden como un reguero de pólvora. Después de intentar calmarme y calmar a mis hijos, que se despiertan muchas veces llorando, pienso en mi padre, mi madre y mi familia, que se refugian lejos, pero en las mismas circunstancias.
Intentas pensar en positivo, en que están lejos de los objetivos de las bombas, pero es en vano. Estaré preocupada hasta que escuche sus voces”.