Por Thierry Allafort-Duverger, director general de Médicos Sin Fronteras en Francia.
La Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) ha comunicado a las organizaciones de ayuda que gestionan programas internacionales con sus fondos que no financiará la compra de equipos de protección personal (filtros y mascarillas quirúrgicas, guantes y batas médicas, etc.).
Este anuncio convierte el eslogan ‘America First’ en ‘America Only’ ya que, en un momento en el que la escasez de estos materiales es un hecho, la prioridad no debería ser solamente solicitar suministros y llevar las líneas de producción a las empresas estadounidenses para cumplir con los requisitos nacionales, sino también tratar de apoyar a las organizaciones humanitarias internacionales que dependen de su apoyo para que puedan proteger a su personal.
Quiero aclarar que en Médicos Sin Fronteras (MSF) no aceptamos fondos del Gobierno de los EE. UU., por lo que el anuncio de USAID no nos afecta. Al menos de forma directa. Lamentablemente, sin embargo, nuestra experiencia en brindar asistencia en docenas de países con recursos limitados, especialmente en África y Oriente Próximo, nos hace a todos muy conscientes del desafío que supone proteger a los trabajadores y a las estructuras médicas.
Envueltos como estamos todos en la búsqueda de mascarillas desde que estalló la pandemia, nos enfrentamos a un mercado ultra competitivo que carece de un mecanismo que regule la asignación de recursos de una manera clara, transparente y justa.
Debido a este mercado caprichoso y a la escasez que vemos en todas partes, no podemos garantizar la protección de nuestros equipos médicos más allá de las próximas semanas. No estamos solos en esto: muchas otras organizaciones médicas de ayuda humanitaria en todo el mundo también tienen los mismos problemas para gestionar la protección de su personal y de sus actividades esenciales en este mismo contexto de escasez y de distribuciones de material que llegan siempre en el último minuto.
Si bien esta debilidad en la cadena de suministro está vinculada, por supuesto, a la demanda sin precedentes de equipos de protección personal, también vemos que se debe en gran medida a la falta de transparencia sobre las existencias mundiales realmente disponibles y sobre los criterios para su distribución.
La pandemia es global, pero no todos los países se encuentran en la misma posición.
A primera vista, se podría argumentar que proteger a los trabajadores e instalaciones de salud en países con recursos limitados es una prioridad secundaria.
¿Cómo se comparan los 100.000 casos y las 3.000 muertes registradas oficialmente en África con los millones de casos que suman Europa y los Estados Unidos?
¿Por qué deberíamos reservar para un continente relativamente poco afectado el equipo que los países más afectados siguen necesitando tan desesperadamente?
En primer lugar, asumir que África se librará de los estragos de la epidemia debido a la relativa juventud de su población o a su clima cálido es como jugar a la ruleta rusa tanto en lo que concierne a la situación actual como a lo que ocurrirá en el futuro. La realidad es que la falta de pruebas a gran escala hace imposible saber cuántos casos hay en África. El seguimiento del número de camas de cuidados intensivos ocupadas, el principal indicador de la gravedad de la situación en Europa o en los Estados Unidos, es irrelevante en países que tienen muy poca capacidad de cuidados intensivos.
No sabemos el verdadero alcance de la transmisión del virus en África, pero sí sabemos cómo se propaga su veneno. Extremadamente infeccioso, el coronavirus es el ejemplo perfecto de una enfermedad que se propaga como un incendio forestal en entornos donde ni el personal médico que lucha para reducir sus efectos ni los pacientes afectados por ese fuego disponen de las herramientas necesarias para protegerse los unos de los otros.
Incluso si son asintomáticos, los trabajadores sanitarios contagiados transmiten el virus a los pacientes a los que examinan, realizan cirugías o ayudan a dar a luz. Del mismo modo, sintomáticos o no, los pacientes infectados transmiten el virus a los trabajadores sanitarios que pasan consulta y a otros pacientes con los que entran en contacto.
Nuestra experiencia con el Ébola nos muestra que existen dos riesgos principales en contextos como estos: el riesgo de que los centros de salud se conviertan en caldo de cultivo para el virus y el riesgo de que los servicios de salud esenciales para la población cierren repentinamente.
Tomemos como ejemplo la maternidad que apoyamos en Peshawar, en Pakistán, donde atendimos a unas 8.000 mujeres en 2019. Tras constatar que dos trabajadores estaban infectados con el virus a mediados de abril, todos los servicios médicos tuvieron que ser suspendidos. Más de 20 mujeres al día que se quedan sin un lugar seguro en el que poder dar a luz.
O en Chad, donde, a pesar de estar en medio de una epidemia de sarampión que ya dura dos años y que afecta a la práctica totalidad del país, ya no se autoriza la vacunación contra esta enfermedad.
O en Adén, en el sur de Yemen, donde hemos admitido un número creciente de pacientes en sus unidades quirúrgicas porque la mayoría de los hospitales de la ciudad han cerrado por miedo. Y en donde el propio coronavirus está causando estragos, ya que nuestro centro de tratamiento de pacientes con COVID-19, el único en toda la región, está registrando unos niveles de mortalidad absolutamente aterradores.
O en la capital de Kenia, en Nairobi, donde las unidades de urgencias y los servicios de ambulancia que respaldamos ahora solo tratan casos críticos debido a la escasez de equipos de protección.
Por lo tanto, los equipos de protección personal para los trabajadores sanitarios deberían verse como un bien común y tienen que establecerse una serie de mecanismos que garanticen su disponibilidad a largo plazo. La Organización Mundial de la Salud (OMS) está tratando de establecer un sistema basado en una evaluación de los requisitos de cada país y una cadena de suministro específicamente dedicada. Sin embargo, estos esfuerzos encomiables continuarán siendo obstaculizados por la falta de transparencia con respecto a la verdadera disponibilidad y los criterios de asignación de los equipos. En el mercado global rige actualmente la ley de la jungla. Y ya sabemos que esa ley solo beneficia a los más poderosos, a los estados más fuertes y especuladores que cuentan con capacidad de acumular mucho más de lo que necesitan.
Para que esto cambie, debería exigirse a los países y a las industrias un mecanismo que ofrezca visibilidad completa con respecto al estado real de la cadena de suministro de equipos de protección a nivel global, regional y nacional, y pedirles transparencia a la hora de explicar cómo se asignan los recursos. Debemos resistir el impulso de proteccionismo y frenar los excesos que se están produciendo en el mercado, ya que solo con solidaridad, justicia y cooperación podremos superar los enormes desafíos a los que nos está enfrentando esta pandemia.
Artículo originalmente publicado en El Diario.